Es una confirmación, es una realidad, es el trasunto orgánico del pasado en el mañana. El proyecto de raíz más avanzado de nuestra escena: percusiones de salvajismo cálcico, guitarras que emborrona de tinta cualquier partitura, sea el papel, vida o sentencia de muerte, y esa voz que se eleva como plegaria, como salmo de romancero pagano. Guardias Civiles y pañuelos de seda en “Cofradía”, redoble de sosa cáustica para oxigenar las cuevas oscuras del sur en la majestuosa “Cigarra”, en caminata hacia el muslo joven que guía la luna, sea noche o día, cuando el corazón es un redoble asalvajado, una de esas motas que se quedan en el ojo de orfidal del que mira la tumba que no es suya, timbal y metal en “Gravedad”, como Enrique Morente por Talking Heads, como Lee Ranaldo fumándose un chino en la “Serena”, una versión de la artista pakistaní Mai Dhai, angostura de una tasca atrapada en el limbo hambriento de almas jóvenes que cantan al cielo.
Había post-rock y había situacionismo, estaba el último cántico de Jorgue Guillén, que abrazaba la lluvia como si fuera la primera vez que se refrescaba en “Lateral”, donde la sección rítmica tiene algo de Tony Bowers&Chris Joyce, entre The Durutti Column y The Mothmen. El final es un agudo mordisco de nailon, casi un réquiem que desciende al sonido Krautrock con arreglos mudéjares, en “Paseo Benedicta” ya no hay voz porque se ha dicho todo.
Reseña por: Octavio Gómez Milián.
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